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vampirillo

Mi vida con ellos

Hace algunos años ya que, por razones de trabajo, comentaba con mi madre que me vendría muy bien trasladar mi domicilio desde el pueblo en que vivíamos (a unos 4 km de la capital) a Granada.

"¡Pues veniros a mi casa!", me dijo. "Yo puedo dormir abajo, con tu hermana, ya que prácticamente estoy allí todo el día desde que murió papá y sólo subo para dormir. Y como hay sitio, no veo ningún problema".

La casa, de tres plantas, es antigua. Desde la calle se accede a un portal cerrado por una media cancela, que da entrada a un patio con un pilar y algunas pilistras; dos viviendas en ese mismo patio y unas escaleras por donde se sube a los pisos, dos en cada rellano hasta el segundo, y un garigolo ocupado (con c) por un estudiante al que apenas conocía, en el tercero. El piso de mi madre es, aún hoy y desde ahí escribo estas líneas, uno de los de la segunda planta. Había vivido allí desde los 17 años, más o menos, hasta que me casé, así que ese retorno era, podríamos decir, una vuelta a los orígenes, por esos entrelazados extraños que la vida tiene de vez en cuando. Mi hermana ocupa una de las viviendas del patio; en el primero vive un hermano de mi madre y al lado de ella, en el segundo, un primo hermano. El edificio estaba casi abandonado y sin inquilinos cuando llegaron a un acuerdo de restauración todos los familiares con el dueño, o algo así, que ya hace muchos años de eso y no viene al caso más que para situar el lugar...

Tras consultarlo con la parte de costilla que por aquel entonces tenía la última palabra, acepté el ofrecimiento y recuerdo que me dijo mi madre: "El único problema es que la gata tiene medio lomo pelado. La he llevado al veterinario varias veces, le ha hecho análisis y no ha encontrado nada. Es más, me ha dicho que para tener quince años, como tiene -lo sé porque está en una foto con tu sobrina y tienen las dos la misma edad-, está estupendamente y sanísima. No sabemos por qué tiene el lomo sin pelo; será de vieja que es la pobre. Si quieres, como tienes los niños, la llevamos para que le pongan una inyección...". Yo sabía que lo que estaba diciendo le producía terror de sólo pensar que yo pudiera decir que sí; y sabía igualmente, que ella sabía que yo diría que no, porque para algo soy hijo suyo y entre mi madre y yo hay un "algo" que no sé qué es, pero que se acerca mucho a la telepatía, sea dicho aunque no venga al caso... sin embargo, por encima de ese terror primaba el que pudiera ser contagioso lo que tuviera la gata y antes estaban sus nietos. ¡Qué grande eres, mamá!. Por supuesto mi respuesta fue que para nada, que cómo podía decir eso... y nos mudamos.

Dio comienzo entonces una fase de observación mutua entre la gata (Cachita, que así se llamaba, aunque terminó siendo Mi Chica) y el resto del personal. La fama de Cachita era como para tenerle un respeto. El vecino de al lado tenía una perrilla negra que podía ser perfectamente el slogan de la "malafollá" granaína en canino: fea, chica, "ladraora" y con un carácter del demonio. Para colmo era el bicho más interesado que he conocido: defendía al que la sostenía en brazos. Si la tenía su dueño y te ladraba, lo único que había que hacer para invertir los papeles era dejarla en el suelo y cogerla tú. Entonces le ladraba al dueño con el mismo énfasis que antes te ladraba a tí... cada vez que lo pienso, es que flipo en colores. Os aseguro que eso hay que verlo en vivo para apreciarlo bien en todo su esplendor... nunca he vuelto a ver una hipocresía tan descarada en ningún animal, ni tan siquiera de la especie humana que, como es sabido, suele derrocharla a raudales. Bueno, pues cuando coincidían las dos puertas de los respectivos pisos abiertas, Cachita salía disparada y se metía en la casa del vecino a zurrarle a la perra, a la que le tenía una manía ancestral. La única forma de desenmarañar el lío de pelos y patas era un jarro de agua... más de cuatro veces habían tenido que recurrir a él mi madre, la vecina o mi hermana, cuando no, todas a la vez.

"Grande para ser gata", eso me decía todo el mundo. Y con unos ojazos que cuando te miraban, siempre tenían algo que decir. Abría las puertas en ambos sentidos, ya apoyándose en ella para empujarla o clavando las uñas en el costado y tirando de ella hacia sí, salvo cuando tenían echado el picaporte, cosa que sabía sin ni siquiera tener que acercarse. Entonces se sentaba delante de la puerta, te miraba, decía miau y miraba la puerta. Más claro, imposible. De igual modo se sentaba al lado del cacharro del agua, estando éste lleno, y también decía miau... el agua no era de hoy y estábamos en verano. Le gustaba el agua fresquita, como es lógico. Y si decía miau sentada delante del frigorífico, era patente que le apetecía un poquito de leche. Así de claro hablaba mi gata.

Iba ya pasando el verano cuando un buen día, estando sentado ante el ordenador con una pierna cruzada sobre la otra, dio un salto y se me subió encima, arrebujándose enseguida en el hueco. Por supuesto que me agradó ese detalle, porque siempre me ha gustado el contacto físico y la caricia con los amigos no humanos que han convivido conmigo y con ésta aún no había habido acercamiento más allá de alguna pasada de mano por el lomo con bastantes reparos. Yo era consciente de que Cachita tenía sus manías y que no se cortaba un pelo en darte un zarpazo o mordisco si le venía a cuento. Así que la dejé acomodarse y procuré no moverme mucho por si acaso. Un par de veces me lanzó un hummmmm de aviso de que había algo que empezaba a no gustarle por lo que terminé lo que estaba haciendo tecleando como si tuviese una naranja gorda debajo de cada sobaco, para no incomodarla mucho y no provocar la garfada. Mi hermana ya me había advertido y ella lo sabía bien, porque siempre que subía a algo salía con los tobillos marcados irremediablemente por los dientes o las uñas de mi gata, que la acechaba desde los sitios más insospechados hasta poder cazarla. Sencillamente no le caía bien y se lo hacía saber cada vez que la veía. Curioso esto que cuento porque a mi hermana le encantan los gatos y, de hecho, tiene nada menos que 4 en la actualidad. Es un ejemplo claro de incompatibilidad de caracteres... supongo.

A partir de ese momento tuve que aprender a escribir con los brazos levantados en el ordenador porque Cachita se subía a mi regazo en cuanto cruzaba las piernas y veía hueco. Escribir así, no es nada fácil, lo puedo asegurar, así que hice muchos solitarios del windows 3.1 en mis inicios en el arte de los bits. Menos mal que caí en la cuenta de que lo que ella buscaba era el calor de la estufa, dirigida a mis piernas desde el interior de la mesa del ordenador, así que le coloqué un cojín debajo de la silla con lo que el calor le llegaba de frente y sin obstáculos, salvo cuando yo juntaba las piernas y le hacía de pantalla. Si esto pasaba, ella decía miau y me avisaba para que las volviese a separar y así poder estar bien calentita. Tuve que acostumbrarme a estar delante del ordenador con las piernas cruzadas una sobre la otra durante todo el invierno...

"Pero... ¿¡será posible!?... ¡si a la gata le está naciendo el pelo del lomo otra vez!. No podía creerlo, pero allí estaba la evidencia: Una línea bastante gruesa de pelo a lo largo de la espina dorsal. A las dos semanas, más o menos, ya apenas se veían huecos en el pelaje de Cachita. Esto me hizo reflexionar mucho. Resulta que no estaba pelada por la edad, como creíamos. Entonces, ¿qué había cambiado?... La compañía, sin ningún género de dudas. Ya no estaba sola todo el día esperando a la noche, que era cuando subía su ama a dormir con ella. Había vida durante todo el día a su alrededor. La soledad, esa era la causa de su calvicie. Mi gata, debido a un problema psíquico provocado por la soledad continuada, había perdido el pelo del lomo. Lo que tenía era una alopecia causada por el stres, como le pasa a muchos humanos que también la padecen.

El observar este hecho despejó todas las dudas en mi innata creencia de que aquel que en su día tuvo en sus manos, sea quien sea, la posibilidad de crear vida, decidió que esa vida tuviese distintas formas, pero no distintos sentimientos. Los humanos, creyéndonos los reyes del universo y soberanos sobre toda otra forma de vida que exista sobre la Tierra y demás mundos por descubrir, no somos en realidad más que unos idiotas engreídos, al pensar que el mundo se hizo para que lo dominase nuestra raza. A poco que nos paremos a recapacitar sobre cualquier otra forma de vida, recibiremos lecciones de comportamiento, respeto, convivencia y raciocinio que ya quisiera la especie humana ser capaz de poseer. Absolutamente todas las formas de vida que existen sobre la Tierra están destinadas a garantizar, cumpliendo cada una su función, la perdurabilidad y continuidad del planeta y, por lo tanto, de la vida que hay en él... menos la raza humana, que sólo busca la destrucción tanto del uno como de la otra, como un gigantesco parásito que acabará muriendo de hambre después de hacer morir al huesped... Pero dejemos la filosofía, que soy propenso a la dispersión...

En mi vida siempre ha habido compañía de cuatro patas. Ya contaba mi padre que cuando nací, tenían un gato grande que acostumbraba a subirse en sus hombros cuando llegaba a casa saltando desde lo alto de un mueble cercano a la puerta. Decenas de veces le oí contar la anécdota de los sustos que les daba a los visitantes cuando, equivocadamente, al confundirlos con él (tengo mis dudas hoy de que fuese una equivocación; creo -más bien-, que quería darles el susto), éstos se encontraban con el gatazo sobre los hombros, quedando más de uno sentado de culo en el suelo.

Como primeros recuerdos propios, los de la casa donde crecí antes de venir a ésta, que tenía una ventana (la de la cocina) que daba a un patio en donde estaba la entrada a la vivienda y ese patio estaba separado, a su vez, por una tapia no muy alta, de un carmen (construcción típica de Granada, que es conocida por "La Ciudad de Los Cármenes". Dentro de poco, por desgracia, les llamarán chalets con mucho terreno a los pocos que queden), en cuyo extensísimo jardín -más bien bosque pequeño y para colmo semiabandonado-, nacían, crecían, se multiplicaban y morían varias colonias de gatos de todas razas y colores, que eran alimentados con los sobrantes de la comida del vecindario con toda normalidad. Debajo de esa ventana, por el interior de la casa, estaba el "poyete", que hacía las funciones de la moderna encimera y el fregadero (creo, que en esto de cocina no estoy muy puesto) y que no era más que un saliente de la pared de un metro de ancho, aproximadamente. La ventana quedaba a poco más de metro y medio del suelo del patio, por lo que es fácil suponer el trasiego de mininos que, provenientes del carmen contiguo, asaltaban la cocina en cuanto olvidábamos abierta la ventana al irnos a dormir, con el consiguiente estruendo de cacerolas y sartenes cayendo al suelo de madrugada y el despertar agitado que eso conlleva. Los niños propusimos la solución: Un perro.

Eran tiempos en que había muchas necesidades que cubrir en la mayoría de las casas y en ninguna o casi en ninguna la economía andaba boyante, así que éramos tres hermanos deseosos de compañía canina contra unos padres responsables que sabían que tener un animal cuesta dinero. Pero algo pasó que decidió la balanza: en una obra cercana había un perro con el que iban a juguetear mi hermano y sus amiguillos. Un día cerraron la obra y dejaron al perro dentro. Los niños le llevaban la comida que podían escamotear de sus almuerzos y cenas. Y mi madre pilló a mi hermano escondiendo la comida, así que se descubrió el caso. La respuesta de mi madre fue inmediata: le dijo a mi hermano que podía traer el perro a casa. Cómo lo sacaron, no lo sé, pero a la media hora, más o menos, llego Kazán. Con la barriga algo hinchada por la desnutrición, como los niños de Biafra que ya empezaban a enseñarnos en el nodo y en el único canal de television en blanco y negro. Por supuesto no había comida enlatada para perros ni pienso de ningún tipo, así que lo primero que hizo mi madre después de darle un baño en el patio de la entrada, fue freirle una enorme sartenada de patatas a las que estrelló un par de huevos y que desaparecieron en cuestión de segundos. Esa creo que fue la primera comida decente de Kazán: la misma que cenábamos nosotros casi todos los días. Y ese era el socorro para que comiera cuando el guiso del día no era propio para él o, simplemente, no sobraba nada: patatas y huevos. En muchas casas también fue ese el recurso para llenar la panza durante mucho tiempo, sobre todo a final de mes.

La solución para el problema del ruido nocturno no llegó con Kazán. Es más fue a peor porque ahora al ruido de cacerolas y sartenes había que añadir los ladridos del perro y los bufidos de los gatos. Amén de que alguno, en su huída, confundía la dirección y ponía pies en polvorosa hacia las habitaciones interiores; entonces teníamos polstergueits y todo: Las sillas del comedor se caían, la mesa corría por la habitación, la mesita de la tele no se caía porque estaba imbuída en un mueble pero se movía mucho... en fín, un caos... pero Kazán se encargó de hacerse querer. Listo como él solo, a la primera que se cameló fue a mi madre. Jugando, le levantábamos la mano para que él nos cogiera la muñeca entre sus mandíbulas y no nos dejara moverla ni un centímetro más. Era grande y muy fuerte, de orejas caídas y callejero cien por cien. Odiaba a las mujeres, con la excepción de mi madre. Creo que fue a la única que toleró. Le mordió a cuatro y a las cuatro en el culo. Para poder darle su merecido (visto sea desde su óptica, claro está) a una de ellas, llegó a romper una cadena bastante recia que dejó un buen arañazo rojo en mi mano, tal fue el tirón que dio. Alguna debió pegarle con la escoba, ya que, como es sabido, las mujeres son unas brujillas... la mayoría... no todas... aunque también a veces se dejan ver como ángeles... hummmmm... (espero haber medio arreglado el desliz)...

Un día se me escapó. Corrió como un loco sin atender a las llamadas que yo le hacía corriendo tras él sin poder alcanzarle y un coche le dio un tremendo golpe. Recuerdo que era la salida del fútbol y cuando había partido, por unas horas, la Gran Vía se hacía de un sólo sentido para aliviar la circulación que provocaba este tipo de eventos. Cuatro filas de coches y Kazán en medio de la calle, golpeado, y esquivando como podía los coches que seguían pasando sin que ninguno frenara. Sin dudarlo me lancé a su lado y forcé la parada de los dos carriles centrales hasta que alguien transportó a mi perro hasta la acera. Alguien también, probablemente desde una tienda en donde compraba mi familia, avisó a mis padres que llegaron muy alterados porque yo había estado a punto de ser atropellado para salvar al perro. Nunca me regañaron, aunque los recuerdo pálidos y muy asustados. De lo que yo sentía no recuerdo absolutamente nada. Kazán salió de aquel golpe malparado pero vivo. Sin embargo, al cabo de unos meses, desarrolló un tumor cerebral que le producía pérdida de la visión y ataques epilépticos. Ví llorar a mi padre por primera vez cuando tuvo que llevarlo a un veterinario amigo suyo que trabajaba en el ayuntamiento y le podía poner la inyección gratis como favor personal, aunque no tengo la menor duda de que si hubiese habido que pagarla, mis padres hubieran gastado el dinero necesario para que Kazán no sufriera más y apenas se enterara del trasiego inevitable que todos tendremos que afrontar cuando llegue nuestra hora.

Poco después se inició la etapa gatuna. El primero fue Negrito. Mi hermana se lo trajo de Málaga al regreso de un campamento de verano (entonces se llamaba a estos campamentos colonias), en el que había estado con el colegio. Se bajó del autocar con la cabeza de un gato chiquito, de cuatro o cinco meses, asomada por lo alto de la mochila. La explicación que dio es que había estado con ella desde el primer día y no lo iba a dejar allí al venirse, así que lo incluyó en el equipaje y para casa. Negro como el azabache. Y no le tenía miedo al agua. Si le echabas un boquerón al fondo de un cubo, metía la pata despacio, midiendo la distancia, pero sin reparo alguno. Cogía el pescado, nos mojaba a todos al sacudirse y se iba tan campante a comérselo. Una vez pillamos una rana o un cangrejo de río, no sabría decir ahora qué era exáctamente, pero un bichejo de esos que antes pillábamos los niños era, y lo echamos en la bañera, con agua. La bañera era en realidad media bañera, de esas que tienen un escalón, y ahí se sentaba el gato a jugar con la rana y a darse chapuzones cuando se resbalaba. Se subía otra vez al escalón, se sacudía y seguía jugando. Nos pasamos un rato largo toda la familia en el cuarto de baño, que no era grande precisamente, viendo al gato jugar y bañarse...

No sé como llegó La Ubita (de la declinación Rubia - Rubita - Ubita), pero ésta si que era un personaje especial. Era marrana por naturaleza. Nunca conseguimos que hiciera sus cosas ni en el carmen, ni en el patio, ni en un cajón con tierra (que siempre hemos tenido dentro de la casa), ni en una terraza que, para colmo, teníamos también. Su sitio preferido era debajo de las camas; en el último rincón. Creo que tenía que tener un enorme resentimiento, innato, para con el género humano o un problema psíquico gordísimo. Pero o teníamos los cuartos cerrados las 24 horas del día o tocaba separar las camas, cazar a Ubita -que por supuesto se perdía de inmediato-, para darle unos azotes en el lugar del crimen con la esperanza de que alguna vez hicieran efecto y fregada de suelo de dormitorio antes de irte a dormir... Sin embargo, sentía pasión por mi padre y si él estaba en casa, ni pensar en los azotes. Siempre estaba en sus rodillas. "Manos de señorita", decía mi padre que tenía. Y era verdad, tenía unas manos finísimas la gata aquella. No podía imaginar yo, por aquel entonces, que muchos años después tendría la suerte también de sentirme querido de esa forma por mi gata.

Los métodos anticonceptivos gatunos no estaban muy desarrollados por aquellos tiempos, reduciéndose a tener mucho cuidado para que no se escapara, cuando estaba en el celo, en el caso de La Ubita. Así que, producto de un desliz, hubo gatillos en casa y meses después ya eran tres los mininos en la familia: Negrito, Ubita y, por ser casi idéntico a la madre, sólo que bastante más grande, Ubito. Cachazudo como él solo, lo que más le gustaba era tomar el sol en la terraza. Debía de ser todo un Tenorio, porque cuando estaba en celo se perdía durante seis o siete días y siempre volvía echo una verdadera pena, lleno de arañazos y con un color mucho más oscuro que su rubio original.

Pero aún quedaba alguien por llegar para completar la familia: Una sorpresa propiciada por mi padre y que ninguno esperábamos. Un día me dijo que me fuese con él a recoger una cosa. La cosa resultó ser un precioso cachorro que un compañero de trabajo le había ofrecido y que, según le dijo, era cruce de perra pastor alemán y un lobo de verdad porque había llevado a la perra a la sierra, dejándola con comida, para que se cruzara con un lobo. Mi padre, un enamorado de los animales que no tenía ningún reparo en irse los domingos a Plaza Nueva a cambiar estampas del albúm Vida y Color, que hacía furor en aquellos años, y que discutía, incluso, sobre la rareza de la imagen y el precio a pagar, en cromos, con chavales de nuestra edad, no supo decir que no, aún a costa de una buena trifulca con mi madre, como es de suponer. No sé si lo del lobo sería verdad o no, pero cuando se hizo mayor, Pegui era una perra loba con una planta maravillosa. Gris, casi negro el lomo, pecho blanquísimo y un collar en un gris ceniza que resaltaba, precioso, sobre la alba pechera. Cada vez que la recuerdo, la veo más como lobo que como perro. Escondía los huesos en las macetas que mi madre tenía en la terraza, muchas macetas: claveles, geranios, poleos, fucsias y no sé que más tipos de plantas. Y en esas macetas, aún a costa de una regañina, escondía Pegui sus huesos.

Entraba y salía del comedor a la terraza, y viceversa, por un cristal de la puerta que un día se rompió y que nunca pudimos poner porque desde casi el mismo momento de romperse Pegui lo escogió como tronera. En invierno, lo manteníamos cerrado con el postigo y cuando necesitaba salir, ladraba y se lo abríamos. Pasaba limpiamente, sin un roce, ni tan siquiera del rabo, con un salto oblícuo calculado al milímetro... tanto es así, que estando con un amigo un día en casa viendo el programa Cesta y Puntos (mi madre nos pagaba una peseta por cada pregunta que acertábamos), vimos que mi amigo de pronto se puso blanco. Mi madre, que sabía perfectamente lo que había pasado, le preguntó que qué había visto, con mucha guasa. "Pues sé que no me va usted a creer, pero me ha parecido ver como la perra atravesaba el cristal, así que he mirado y efectivamente está afuera y la puerta está cerrada...", en fín, que no sabía como decirnos que había visto realmente a la perra pasar a través del cristal. Nos partimos de risa mi madre y yo, al ver el suspiro de alivio que se le escapó cuando le dijimos que no habia cristal...

Pasaba casi todo el día en la terraza, porque dominaba prácticamente toda la calle desde ahí (estaba a la altura de un primer piso), sacando la cabeza por entre los barrotes, y era una terraza amplia, por lo que tenía mucho espacio, incluso para jugar con nosotros a darnos revolcones y echarnos peleillas. La calle, paralela a la calle Elvira, era en realidad una cuesta empedrada que subía, giraba a la izquierda y tras unos 300 metros, volvía a girar a la izquierda, desembocando, por tanto, otra vez en la calle Elvira, y estaba ubicada en las estribaciones del barrio del Zenete, debajo del Albaicín. Podría decirse que estaba situada en parte de lo que fue la antigua muralla en la época árabe de Granada, en tiempos de los Reyes Católicos y la Reconquista. Aún quedan restos de esa muralla, como la Puerta de Elvira, muy cercana a mis dominios juveniles. Viéndose la entrada del patio desde la calle Elvira, había, sin embargo, que andar un buen trecho para llegar hasta él: estaba en lo alto de un paredón de más de cuatro metros de alto, por lo que teníamos que rodear ese paredón para llegar a casa. Había, pues, que subir unos 50 metros en línea recta de escalones de esos largos, en los que se pueden dar tres o cuatro pasos en cada escalón, empedrados, girar a la izquierda y subir otros 25 metros, más o menos, con lo que nos colocábamos debajo de la terraza; girar a la derecha, subir tres o cuatro escalones normales y volver a subir, ya por detrás del paredón, otros 25 metros para llegar al patio. Como es lógico, cada vez que alguien de la familia volvía a casa, Pegui empezaba a ladrar de alegría. Lo malo es que ya ladraba cuando aún estabas en la calle Elvira y no habías, siquiera, empezado a subir... Si había alguien en casa en ese momento, se encargaba de hacerla callar llamándola o metiéndola dentro, pero si no había nadie... amigo..., había que correr si no querías ver a todos los vecinos asomados a los balcones para ver qué pasaba.

Este problema alcanzó su momento cumbre el día en que decidí correrme la primera juerga sin permiso, saltándome la hora marcada por mis padres para el regreso. Yo confiaba, durante el jolgorio, en que se hubieran acostado y no se darían cuenta de la hora del retorno. El jolgorio, de buen seguro, no fue más allá de cuatro o cinco vinos más de los habituales, porque no había otra cosa que hacer más que tomarse vinos con los colegas y hablar de ligues, pero ya éramos zagalones con el cuarto y reválida superados y nos servían cervezas y todo los camareros sin pedirnos el carné, aunque, la verdad sea dicha, nos citábamos en las puertas de los bares, para entrar acompañados y no pasar la vergüenza solos si el camarero era un estrecho y te ponía de patitas en la calle, y como algún día tenía que ser el primero, pues decidimos que esa noche tocaba probar a los jefes... y hasta que no oí el primer ladrido, a eso de las tres de la mañana, no me acordé de la Pegui. No me preocupé ni de correr, ya que, como era de esperar, se calló casi al instante, y, como también era de esperar, al volver el recodo, la luz del comedor estaba encendida... pero creo que este asunto, es mejor dejarlo aquí...

Mis padres no me esperaron levantados la segunda vez que me salté la hora confiados en que la perra les avisaría de mi vuelta, y es fácil imaginar lo acongojado que me iba sintiendo a medida que me acercaba a casa, temiendo el cada vez más próximo primer grito de alegría de mi perra al verme volver; sin embargo, empecé a subir la cuesta sin escuchar ni un ruido. Ni un sólo ladrido en todo el trayecto. Subí asustado, porque aquello no era normal. Estábamos en verano y con toda seguridad el comedor estaba abierto y la perra tenía que estar en la terraza. Y estaba. La ví al volver la esquina asomada entre los barrotes, moviendo el rabo a una velocidad de vértigo, pero en completo silencio. La luz del comedor estaba apagada, señal inequívoca de que podía entrar de incógnito si aquello seguía así, como, en efecto, siguió. Tardé mucho tiempo en encontrar una explicación para este hecho. Mis padres estaban empeñados en que yo le había hecho algo a la perra para que no avisase de mis escarceos nocturnos porque Pegui no volvió a ladrar cuando regresaba tarde, pero yo sabía que no le había hecho absolutamente nada. Al tiempo, llegué al convencimiento de que ella, al presenciar la regañina que por su escándalo de la primera noche me había llevado, tomó la decisión de que eso no volvería a pasar. No hay otra explicación posible. Máxime cuando unos meses después fueron mis padres los que salieron de noche y el escándalo que montó Pegui fue de órdago. Nosotros estábamos dormidos y ni nos enteramos, acostumbrados como estábamos, sobre todo, a las serenatas nocturnas que los gatos dedican a sus amores cuando están en celo, pero nos enteramos por la mañana de que mi padre tuvo que hacerse a toda velocidad los cien metros cuesta, jaleado por los aullidos de alegría de mi perra, mientras las luces de los balcones se encendían aleatoriamente por toda la calle...

Una de las cosas que más le gustaba hacer a Pegui era participar en la caza de La Ubita cuando nos dejaba el regalito debajo de la cama. Era oírnos a alguno decir: ¡Ya se ha...! y no nos daba tiempo a acabar cuando Pegui tenía acorralada a la gata. No solo la delataba, sino que cuando le pegábamos (nunca fuerte, en realidad era demostrarle que eso no se hacía, porque nunca le hemos pegado a ningún animal con ánimo de hacerle daño), ella le daba con la nariz también. A la gata, en el fondo, esto le vino estupendamente, porque pasó a ser Pegui la que se encargaba de "pegarle" cuando hacía de las suyas: la sujetaba mi madre y ella le empujaba con la nariz, ahorrándose recibir los azotes de la jefa que, en vez de pegarle, se partía de risa... era digno de ver aquello.

Poco tiempo después la casa cambió de dueño y empezamos a oir hablar de mudanza. Mis padres andaban comentando que no sé quien les había dicho que estaban en tratos varios familiares para restaurar una casa por el centro a cambio de una renta baja...

Los gatos, después de mucho debatir, se quedaron allí, porque meterlos en un piso mucho más pequeño que la casa donde habían crecido y condenarlos a no salir al exterior, ya que en el centro de la ciudad se hubieran perdido enseguida, sin saber volver, habría sido tremendo para ellos, acostumbrados, como estaban, a la naturaleza salvaje del carmen al que se iban cuando querían; sobre todo los machos cuando estaban en celo. Iban a estar alimentados igualmente por los vecinos y a buen seguro que hubieran elegido quedarse allí si hubieran podido escoger. Nunca sentimos ninguno en la familia la sensación de haber abandonado a nuestros gatos. Ellos formaban parte de aquel entorno y hubiera sido un crimen sacarlos de él para meterlos en el corazón de la ciudad.

Hoy sé que esa mudanza, aunque obligada, fue una pena, porque aquella casa era preciosa. Y el mundo que la rodeaba una maravilla de humanidad, vecindad y convivencia que está muy lejos ya en el tiempo. Aún cuando sólo hayan pasado poco más de 30 años, son virtudes que hoy no tienen cabida en el mundo de la prisa y el consumo, del stres y la electrónica, del cemento y del asfalto... de la tele..., verdadero azote de la sociedad actual.

Pegui nos seguía esperando en la casa nueva. Aquí, sin querer, sí nos delataba cuando regresábamos tarde (casi todos los días) con su rabo, que al moverlo de alegría al vernos llegar, golpeaba las hojas de las macetas que había -y aún hay-, en el balcón, mucho más estrecho, como es lógico, que la antigua terraza; golpeteo que mi madre escuchaba desde el dormitorio contiguo al salón. Pero ya no importaba porque teníamos edad para llegar tarde. Se fue haciendo inseparable de mi madre, con la que pasaba casi todo el tiempo y se adaptó a la perfección al nuevo piso. Desde el primer momento, pidió que la sacáramos a la calle para hacer sus necesidades. No hubo que enseñarle nada.

Siempre le ladró a mi novia, desde el primer día. Le ladraba al verla, pero luego se acercaba y se dejaba acariciar. Cuando nos casamos, mi madre me contó que pasó todas las noches que duró nuestro viaje de novios esperando en el balcón mi vuelta. Al regreso del viaje visitamos a mi madre, y nos fuímos, como es normal, después a nuestra casa... Esa noche ya no la pasó Pegui en el balcón. Tampoco volvió nunca a ladrarle a la que, sin ninguna duda, reconoció como nuevo miembro de la familia.

No murió de vieja. Un tumor obligó a sacrificarla. Sus restos yacen en la Silla del Moro, en la Colina de La Alhambra. En "un lugar que -según mi hermano, a quien le tocó pasar el terrible trance-, nunca nadie podrá encontrar para enturbiar el descanso de Pegui...".

Al tiempo, y tras mucho insistir porque la consecuencia inmediata al perder a este ser tan querido, para mi madre, fue no querer tener otro nunca más, alguien regaló a mis padres una linda gatita a la que llamaron Cachita...

Tras un mes de ausencia, volvía a casa otra vez. Hacía unos cuantos años que mi esposa y yo sabíamos que la aventura que decidimos emprender juntos un día no iba a terminar bien, pero ambos, con pleno acuerdo, decidimos que nuestros hijos no iban a tener secuelas causadas por una incompatibilidad de caracteres que sus padres descubrieron bien entrada la madurez. Habíamos convivido durante más de quince años, así que podíamos perfectamente convivir cuatro o cinco más hasta que los niños asumieran el hecho con normalidad y tuvieran edad para tomar iniciativa propia en cuanto a quedarse con uno o con otro por sí mismos, así como para ser ellos los que escogieran el régimen de visitas, que lógicamente, ni se planteó en el momento de formalizar el asunto en el juzgado. Y ese momento había llegado. Al ser la casa donde estábamos viviendo de mi madre, fui yo el que se quedó en ella, así que ahora sí que se estaba produciendo un retorno a los orígenes de verdad: viviendo otra vez con mi madre al final de la cuarentena... ¡Qué cosas tiene la vida de vez en cuando!...

Me preocupaba un poco el cómo iba a responder a la soledad de las primeras noches. Mentiría si dijera lo contrario. Pero no me sentí solo para nada. Había alguien que me esperaba, que seguramente ni sabía que yo iba a volver, pero que cuando me vio no sabía qué hacer para decirme cuanta alegría sentía por verme de nuevo. Nunca podía yo imaginar que un gato fuese capaz de demostrar tanto cariño. Mi Chica, al oírme en el pasillo, salió de dónde había estado escondida casi desde que me fuí, un mes atrás, restregándose contra mis piernas, luego contra mis manos, con un ronroneo que duró horas... Me dí cuenta de lo mal que debió pasarlo durante mi ausencia, no porque le hubieran hecho nada, que de eso estaba seguro, sino porque no estaba yo...

Desde ese día no se volvió a separar de mí. Si iba al cuarto de baño, me seguía y me esperaba en la puerta; si estaba en el ordenador, ella estaba debajo, en su cojín, y en cuanto me iba a ver la tele, se subía a mis rodillas. Cuando esto pasaba, mi mano, inevitablemente, buscaba su lomo peludo. Acariciaba su pelo, suave y limpio, sintiéndola viva y felíz, aunque a veces ella no estaba para sobos y, sin cortarse un pelo, colocaba su mano con las cinco cuchillas bien sacadas sobre el dorso de la mia, diciéndome muy clarito: "déjate ya de sobeteos, que me estás poniendo de los nervios", así que yo acariciaba esa mano armada tomándola entre mis dedos y la dejaba tranquila. Un día, hacia el final del verano, un maullido de Mi Chica, desde su cojín, me recordó que era hora de ir sacando la estufa del armario... los gatos tienen un grado más alta la temperatura corporal que nosotros; por eso son tan frioleros,,,

Muchas noches, con ella en mi regazo, quitaba la tele y cerraba los ojos, zambulléndome, sin darme cuenta, en ese mundo del subconsciente que de vez en cuando nos lleva volando lejos... muy lejos... tan lejos que cuando volvemos de él, ni recordamos siquiera donde hemos estado. Sabía que se me iba. Los años no perdonan y la edad es el límite. Ya superaba los dieciocho y eso, para los gatos, es toda una eternidad... Un maullido especial solía traerme de vuelta a la realidad y, al abrir los ojos, me encontraba con la mirada de Mi Chica que, fija en mí, me decía: "Déjalo ya; no le des más vueltas"...

Se fue apagando poco a poco y mi alma con ella. Aquel ser que me entregó su cariño a cambio, sólo, de compañía, se me iba, irremediablemente, sin que la ciencia ni los veterinarios pudieran hacer nada. Fue rechazando la comida, cada día más, esperando, tranquila y ronroneando, que llegase su momento. Aceptando la muerte como complemento de la vida. Esperándola serena, sin ningún miedo, como si quisiera decirme que si la muerte no existiera tampoco existiría la vida.

Un triste, muy triste día, tuve que admitir que no tenía derecho a prolongar su agonía con medicinas que ella no quería tomar y que además no podían, de ningún modo, curar su mal; y aceptar, igualmente, la eutanasia que el veterinario recomendaba desde varios días atrás...

Varios meses después, hace un año más o menos, mi hermano llegó a casa con una caja de cartón mediana en sus manos. La puso sobre la mesa y, como si de una tarta de despedida de solteros/as se tratara, al abrirla, de ella emergió Luna. Luna sólo a efectos legales (quizá se acordó mi madre de la gran Chavela y su Luna Negra en el momento de censarla), porque ella la llama Misuki y para mi es Pirruqui o Pirruquiqui, dependiendo del momento lingüístico en que me encuentre en ese momento. Dicen que es un gato, aunque a mí me parece más cruce de zorro y mono con forma de gato, pero eso sí: maravilloso ser vivo que, con poco más de un año de vida, ya supera con creces la imagen que yo tenía de animal inteligente. De madre persa -dicen que es-, con cruce de gato normal. Y debe ser cierto, porque su pelo es distinto al pelo de gato que yo conocía: terso, negro negrísimo, largo y muy fino. De hecho lo notas en la nariz cuando ella pasa cerca, pero no se ve. Vamos... pura seda. Y el rabo, casi prénsil, que cuando camina con él alzado, semeja ser una palma de la procesión de La Borriquilla del Domingo de Ramos...

No me sirvió de nada querer parecer distante, ya que me encontraba en la fase que mi madre debió pasar cuando perdimos a Pegui, porque Luna, a los pocos días y ya tomada la confianza después de varios platos de leche y muchos mimos de la jefa, a la que suele abrazarse como los niños chicos, con un brazo a cada lado del cuello, cuando llega de la calle, se me acercó cuando le vino en gana en un claro "¿qué pasa contigo, tio, que no me das marcha ni ná?"... y claro, no me pude resistir a los encantos de un gato chico, que juega con cualquier cosa y rebosa felicidad y vida por los cuatro costados. Además, a los pocos días de llegar Luna, yo ya había llegado al convencimiento de que de estar Mi Chica en casa aún, Luna no hubiese venido, siendo, quizás, su vida, muy distinta a la que le esperaba con nosotros, así que estaba, podríamos decir, esperando un detalle por su parte.

Procuro ayudarle, desde entonces, a desarrollar sus instintos, como haría su madre si pudiera estar con ella, porque, en realidad, no es más que un bebé que necesita protección y experiencia para prepararse como es debido para afrontar su destino. En cuanto me ve enrollar la servilleta de papel o la bolsa de plástico que, una vez liada, asomo por el borde de la mesa o de la silla para recabar su atención, corre a afilarse las uñas, como debe ser, ya que los felinos hacen esto antes de cazar, del mismo modo que nuestros carniceros afilan los cuchillos antes de cercenar la pieza de carne que hemos escogido para el yantar del día. Y se esconde, buscando la penumbra del pasillo o del dormitorio si éste tiene la puerta entreabierta... sabe que es negra y que la oscuridad, por tanto, es su mejor aliada. Apenas se ven sus ojos cuando te fijas mucho y siempre, inevitablemente, el papel es arrebatado de mi mano por un relámpago negro que apenas consigo ver...

Cuando algo la sorprende, sea un ruido extraño en la calle o algún susto que muy rara vez consigo darle cuando la pillo distraida, su reacción es ponerse de pie, sobre las patas traseras, en una pose idéntica a la de los suricatos, esa especie de perrillos de las praderas (aunque no lo son) que ponen vigilantes en los altozanos próximos al lugar donde comen o retozan; nunca había visto antes esa reacción en un gato. A veces, jugando, salta hacía arriba en un vuelo casi vertical, como los zorros, para caer sobre la presa golpeando con las manos, para aturdirla. También los osos polares utilizan esta técnica para hundir el hielo que recubre los respiraderos de las focas... tampoco había visto esto yo antes en los gatos...

Pocas restricciones tiene Luna en casa. Una de ellas es la de no poder subirse a la mesa del comedor cuando está el mantel puesto. Normas de la jefa, inviolables por tanto. El otro día, venía de la cocina corriendo como un rayo como es habitual en ella cuando se huele que la manduca está cerca, y cuando iba por el aire para aterrizar en la mesa, como hace siempre, se dió cuenta de que el mantel estaba puesto y giró de una forma imposible en el aire para caer al suelo otra vez. En cuestión de segundos, se subió a la silla, se sentó, y con una de sus manos empezó a tirar del mantel hasta que lo hizo caer al suelo y se tumbo en el centro de la mesa, mirándome, como diciendo: "Se acabó el problema; si no puedo subirme a la mesa cuando ponéis este trapo, lo quito y en paz". Tres veces puse el mantel y las tres me lo tiró, bueno, la tercera no llegó a caer al suelo, porque lo pilló mi madre al vuelo y nos tuvimos que repartir la regañina... cuando pude dejar de reirme, le conté lo que había hecho Luna y tuvo que reirse conmigo también, aunque lamentándose de no haber podido verlo... yo también lo sentí, porque eso es algo digno de ver y aunque fuera el mantel, sé que mi madre hubiera disfrutado mucho viéndolo.

Tras mucho insistir, una vez conseguí que mi madre dejara a Luna en la esquina de la mesa mientras yo cenaba. No recuerdo porqué no cenamos juntos aquella noche, quizá había vuelto tarde o algo así, pero la cuestión es que al cenar yo solo, me sobraba mucha mesa y con medio mantel, podía apañarme perfectamente. Puse la botella de cerveza, el vaso y no sé si algo más como barrera para suavizar la cosa un poco más, porque en realidad, yo estaba deseando ver el comportamiento de Luna encima de la mesa mientras comía, y Luna, enseguida, se agazapó detrás de la botella para pasar desapercibida... inocencia infantil deliciosa: "si me escondo, no me ven"... eso terminó de convencer a mi madre, que no tuvo más remedio que reirse conmigo. Pero la risa se torno asombro cuando vimos que Luna se incorporó, estiró la mano, atrapó una migaja de pan que le andaba cerca y, sin más preámbulos, se la llevó a la boca, con esa misma mano, y se la zampó. Eso sí que me dejó de piedra. "¿Has visto eso, mamá?". "Sí, claro que lo he visto. Se ha comido el pan como si lo hubiese pinchado con un tenedor...". No hay mejor similitud: Había enganchado la migaja son su uña, haciendo un giro hacia adentro al tiempo que se la llevaba a la boca. Exactamente igual que hacemos nosotros cuando pinchamos algo con el tenedor. De inmediato me fui a la nevera escudriñando qué podía darle a Luna para ver si repetía la operación y encontré un poco de jamón de York... "hummmm esto es lo ideal -pensé-. Le encanta y al ser algo húmedo seguro que se pega a la mesa y le costará pillarlo con la boca"... La reacción primera de Luna, al ver que no sólo podía estar en la mesa sino que encima le estaba picando toda una loncha de eso que tanto le gustaba, fue empezar a tragar como una condenada, casi sin dar tiempo a que los trocitos cayeran en la mesa. Cuando yo ya pensaba que se iba a jalar el jamón y nos iba a dejar con un palmo de narices, se ve que comprendió que no había prisa y se sentó tranquilamente a disfrutar del festín... y cuando quedaban sólo tres o cuatro trozos ¡repitió la hazaña!. Se los comió llevándoselos a la boca con la mano, incluso con uno se permitió el lujo de pasarlo de una mano a otra... tiene cruce de mono, estoy seguro.

Actualmente, Luna está recuperándose de la agresión que hemos tenido que hacerle para que no tenga celo, condenándola, por tanto, a no poder disfrutar nunca de la maternidad. Una barbaridad que nos vemos obligados a asumir, aún estando totalmente en contra de ella en nuestras conciencias, porque la realidad de la vida hipócrita que el ser humano ha creado no permite que la vida auténtica siga su curso normal que, en este caso, hubiera sido que Luna se hubiese realizado al completo cumpliendo los fines que la Naturaleza impone a todo ser vivo -Nacer, Crecer, Reproducirse, Educar a la prole y Morir-, pudiendo ser madre, derecho que todas las hembras de todas las especies deberían tener cuando les llega su momento biológico y que, sin embargo, se le ha negado, sin darle ninguna explicación. Me consta que ella sabe perfectamente lo que le hemos hecho; sólo espero que sea capaz de entender que nos hemos visto obligados a hacerlo y sea capaz también de perdonarnos algún día la barbaridad cometida. Yo no me lo podré perdonar nunca...

El otro día escuche en un telediario que un par de grandes científicos han descubierto, tras árduos estudios, que los perros pueden detectar el estado anímico de sus amos. Anunciaban la gran utilidad que esto supone porque "...enseñándolos como es debido, claro está, pueden llegar a detectar con antelación crisis en algunos enfermos de diabetes y epilepsia...".

Que los perros detectan el estado anímico de sus dueños, hace mucho tiempo que lo sabía yo. También sé que no son sólo los perros los que tienen esta capacidad: Los gatos también la tienen, y, quizá algún día, otros insignes científicos sean capaces de descubrirlo... Y aún sé algo más: Los humanos también tenemos la capacidad de detectar el estado anímico de nuestros amigos no humanos si ponemos muy poquito de nuestra parte... Pero esto, con total seguridad, nunca lo descubrirá ningún científico.

Vampirillo, Julio de 2004

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